En una noche de domingo se pueden sentir
muchas cosas, o tal vez no, tal vez muchas personas puedan sentir tan sólo un
sentimiento del tamaño que sea pero el mismo sentimiento todos, cada uno por su
lado, muy aparte, donde nadie los vea y a donde a nadie le importe; es que es
domingo y los domingos a nadie le importa qué estará haciendo el otro por la
noche, digamos a eso de las diez. Qué puede importar, entonces, que alguien recuerde
a alguien, y que ese recuerdo, casi invisible el resto de los días, el resto de
las horas del mismo día, en ese instante de la noche de domingo se vuelva algo
mayor y desbordante, seco como un puñetazo en la cara o un ataque de tos. No, a
nadie, seguramente.
Tan sólo son cosas de domingos. Mareas
que se desbordan de tanto haber sido lloradas. Dudas tortuosas y asfixiantes;
desérticas. Y un dolor, un dolor que hasta dan ganas de morirse porque en la
medida en que la noche del domingo avanza, también avanza la certeza de que el
lunes no habrá de dejar de doler esto que ahora es ya enloquecedor de tan
abrumantemente fatal. Cualquiera sentiría esas ganas de morir, que tal vez no
sean tanto ganas como certezas. Después de todo no estaría nada mal morir un
domingo en la noche y que nadie se enterara sino hasta el lunes cuando ya no
hubiera tiempo ni para unas bonitas flores.